trenker

Piel de cera

Escribo esto porque no me queda a quién recurrir y cada día me persigue mi subconsciente como un fantasma, acosándome con recuerdos y traumas que no quiero revivir. No puedo dormir por las noches y temo la mañana en la que me despierte fijo sobre el colchón, a un paso de la muerte. Lo intenté todo antes de recurrir a la tinta: supliqué arrodillado a editores, con lágrimas empapando mis mejillas y sollozos ahogados, llamé a mis familiares por teléfono, mandé correos anónimos... Nadie respondía. Como si mi mismo cuerpo se estuviera diluyendo y no fueran capaces de verme y mis palabras se perdieran con el viento. A cada persona que acudía le ocurría algo horrible después, algo que no me atrevo a describir puesto que no deseo que me pase a mí también. Pero, a pesar de esto, seguí intentándolo desesperadamente, como si el hecho de pegarle a los demás mi enfermedad -o bien podría llamarse maldición- me diera un día más de vida, por muy miserable que fuera.

Tal vez sea egoísta, tal vez mi desesperación haya borrado de mi alma toda traza de piedad ante otros humanos. O tal vez el lector, que por desgracia o por fortuna está leyendo estas palabras, debería compadecerse de mí ya que cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi lugar. ¿Qué alternativa habría? Nadie más me escuchará. Si por algún casual mi historia llegara a justificar mi actitud, al menos podría dormir en paz por primera vez en mucho tiempo.

Toda esta espiral de desgracia nace de la pobreza, de la carencia espiritual y material- aunque principalmente material- en la que me encontraba apenas hacía unos meses. En un diminuto apartamento en un barrio popular de Sevilla, en el que a duras penas cabía un colchón y un lavabo para asearse, yacía por las noches después de pasar todo el día trabajando. Mi vida se resumía en trabajo por supervivencia, ganando lo justo para seguir alquilando aquel cuchitril y reduciendo al mínimo mis gastos. Llevaba años sin comprar ropa, me la remendaba con hilo de mi vecina porque ya no tenía cara de devolvérselo después de los últimos cinco préstamos sin retorno, y mis zapatos estaban tan gastados que sentía el suelo con la planta de los pies. No tenía baño propio, puesto que esa habitación se suponía que era una lavandería, y debía compartirlo con tres personas más. Cada mañana amanecía a las cinco y volvía a las ocho de la noche, mi dieta consistía en bocadillos baratos de restaurantes que no querían tirar a la basura los restos del almuerzo.

No tenía margen, no me podía permitir enfermar y faltar unos días. Si conseguía vacaciones, que no sería lo habitual ya que tenía tres trabajos distintos, debía buscar desesperadamente huecos en algún bar de mala muerte y explotarme hasta la madrugada y, si por algún casual lograba ahorrar algo, acababa gastándolo en improvistos y accidentes. No tenía más posesiones materiales que mi colchón y el montón de ropa doblado en el suelo; a veces me daba el lujo de comprar pasta de dientes a expensas de la cena y me regocijaba ante el fresco olor a menta que dejaba en mi aliento.

En esta extrema situación, rodeado de soledad, se suelen recurrir a extremas soluciones. Cualquiera que me prometiera un suspiro, aunque fuera a costa de mi vida, recibiría un interesadísimo cliente. La única razón por la que no caía en el vicio era porque no tenía tiempo para pensar en él. Solo dormía, comía y trabajaba todos los días; sin excepción. Cual sería mi sorpresa cuando, volviendo del trabajo y camino al restaurante que solía frecuentar, una mujer me paró en seco. Tenía los dientes blancos, perfectos y su cabello rizado parecía más sacado de una muñeca de porcelana que de un humano. Sonreía afectuosamente y pensé que quería venderme propaganda para alguna secta. "No tengo tiempo para sectas", pensé y me dispuse a disculparme cuando me miró y me soltó de sopetón:

-¿Quieres una alternativa a vivir en un armario y trabajar todo el día hasta la hora de dormir?

Estaba tranquila, me miraba a los ojos muy fijamente. Su rostro era liso, como esculpido sobre su cráneo, y su rigidez me inquietaba. Por unos segundos no existía nadie más que ella en mi mundo. Ni siquiera los ruidos de los coches pitando o los gritos joviales de los sevillanos paseando me llegaban. Silencio entre ella y yo, mientras buscaba una respuesta. Hacía unos segundos le hubiera mandado a freír espárragos pero, entiéndame lector, estaba desesperado. Una mujer tan guapa, tan perfecta, se había parado en la calle para hablarme y darme la solución a mis problemas. Juraría que en ese momento era un santo al que se le había aparecido un ángel y que iba a ascender a los cielos, que toda mi carga sería aliviada al fin. Debí haberme fijado en sus vacías pupilas, inmóviles hubiese luz o sombra; en la solidez de sus labios o en la extrañeza de sus facciones. Debí haberme dado cuenta de que no tenía sentido que alguien se fijara en mí, que fuera una mujer tan apuesta y que justo ofreciera salida para mi desesperación. Pero no lo hice, y lo lamento profundamente.

Le escuché, es cierto que le escuché, pero no recuerdo nada en absoluto. No sé qué me dijo y eso debería haber sido suficiente para descubrir el engaño en sus palabras. Pero tal y como ignoré los obvios signos de alarma cuando me abordó en la calle, ignoré la perversidad y corrupción en su solución. Me dijo algunas verdades que ni yo mismo sabía de mí: cómo había huido de mi casa, dónde quería trabajar, qué había pensado cuando me ofrecieron un futuro mejor... Al menos eso lo recuerdo. Pero lo que dijo de verdad, el cómo llegamos a aquella conclusión horrible, eso lo he borrado del todo de mi mente. No recuerdo cómo llegué a casa, ni siquiera si llegué a comer o no, pero sé de sobra que al día siguiente falté al trabajo para comprar una navaja en el polígono industrial.

De verdad que no sé nada, no entiendo cómo pasó ni por qué tenía que hacerlo yo. Ni siquiera sé de dónde saqué el dinero para comprarla, creería que se lo robé a alguno de mis compañeros de piso si no fueran tan pobres como yo. El simple pensamiento de que me lo diera ella me aterra tanto que no logro considerarlo. Y a pesar del pánico que me incita la misma existencia de aquella mujer y sus ojos muertos, no puedo parar la exaltación que me recorre al rememorar mis crímenes. Mi mano se mueve sola, empapada en sudor frío, sobre el papel.

Salí de mi casa como solía acostumbrar, ni antes ni después, con el mismo uniforme de siempre y caminaba sobre la misma calle de todos los días. No fue hasta treinta minutos después, frente al autobús, que me desvié de mi rutina. Desgraciado de mí, poseído por el miedo y la esperanza, buscaba desorientado un destino mejor a cualquier precio. Caminaba mirando de frente pero sin ver a nadie, cada paso que daba me oprimía más el corazón y no podía parar de mirar el reloj. Los segundos parecían horas y las horas, meses. Cuando pensé en volver y nunca más mencionar el tema ya había llegado a mi destino.

En un callejón abandonado, a plena luz del día, un joven desorientado rebuscaba entre la basura. Parecía que llevaba varios días sin ducharse; su ropa, aunque lujosa, estaba llena de manchas malolientes y restos de comida. Tenía el pelo alborotado y se lo removía muy nervioso, como frustrado. Sus ojos se le salían de las cuencas, estaba muy alterado y sus hombros estaban tensos y raquíticos. Estaba ocupado, indefenso, y no se percató de mi presencia.

Me acerqué lentamente, procurando no hacer mucho ruido, mientras desenfundaba la navaja. Me temblaban las piernas y mi respiración era turbia, me dolía el pecho de la presión. No entendía qué me impulsaba en ese momento, pero no podía parar de avanzar por mucho miedo que me diera. Tal vez fuera el pensamiento de volver con el rabo entre las piernas a casa, tras haber sido despedido de mis trabajos por faltar aquella mañana, sin nada que llevarme a la boca ni forma de pagar el alquiler ese mes. Tal vez la repugnancia que me causaba aquel joven, sucio y consumido, fuera lo que me impidió detenerme.

Sea cual fuera la razón, le agarré del pelo y le degollé. Su cuerpo se tensó al contacto, sus ojos se congelaron y su rostro... Su rostro era una mueca de terror absoluto, con la boca deformada en un grito ahogado y la sangre emanando de su piel, tintando su cara de un blanco mortecino para siempre. Solté su cuerpo en el suelo y vi como se desangraba. Estaba llorando y las lágrimas se mezclaron con su sangre en el suelo. Sin saber bien cómo responder, recogí las bolsas que él estaba desanudando antes de morir, metí el cuerpo dentro junto a la navaja y lo tiré al contenedor.

Ahora mismo quien sea que me esté leyendo debe pensar que soy un criminal imperdonable, que maté a una persona inocente y que merezco el peor castigo posible. Pero lo verdaderamente traumatizante, aquello que me quita sueño por las noches, no es la muerte de aquel joven de quien no conocía el nombre siquiera, sino lo que aconteció después cuando volví a casa.

Evidentemente, no me sentía muy bien después de aquello. Tenía la mirada perdida y me chocaba con cualquiera que se me cruzase. Iba dando tumbos, a cada paso que daba sentía que se me caía el mundo encima y el peso que estaba sobre mis pies era como si el cuerpo de aquel joven se hubiera agarrado a mi cuello y se arrastrase conmigo por la acera. Tenía mucho miedo, pero no podía soportar la impresión que me dio ver su cara de terror y me fue imposible llorar hasta que estuve seguro de que nadie me vería ni oiría.

Esa noche no dormí, pero a la mañana siguiente no tenía sueño. Escuché alrededor de las cuatro un timbre y supe que no había duda de que era un paquete para mí. Cuando abrí la puerta, solo estaba una maleta. Ni rastro de la persona que la había dejado ahí; tampoco llevaba ningún nombre, pero entendí que era mejor así. La llevé con discreción a mi cuarto y cerré la puerta con suavidad para no despertar a nadie. Sobre el colchón, la abrí.

La totalidad de los contenidos de la maleta, tal y como los encontré -si es que alguna autoridad está leyendo esto y le resulta pertinente- eran los siguientes: un dni falso, tres mudas de ropa completas y nuevas, un justificante de contrato en una multinacional como jefe de departamento de ventas, los papeles de una casa en un pueblo de Salamanca (a mi nombre falso) y una tarjeta que enlazaba a una cuenta bancaria extranjera con dos millones de euros ingresados. En el momento de escribir esto seis de esos siete objetos han desaparecido completamente sin dejar rastro, solo me queda la ropa porque siempre la llevé puesta.

En cuanto vi lo que había hecho me hundí en la más profunda desgracia y autocompasión. Aquella mujer me había engañado, usado y recompensado como a un perro. Me había tirado la dignidad y la humanidad que quedaba en mi miseria a la basura a cambio de lo que siempre había soñado. En ese momento pensé que sería capaz de vivir en una casa que había conseguido a base de mancharme las manos, pero me equivocaba profundamente. Mi inocencia era sorprendente, no sabía hasta qué punto había caído en las garras del mal y había pervertido mi alma para siempre.

Cuando se hicieron las seis fui directamente a mi patrona y le dije que me habían despedido porque llegué tarde y que, inevitablemente, tendría que mudarme de vuelta con mis padres. Ella hizo un gesto indiferente y me dijo que le metiera las llaves en el buzón cuando me fuese. No insistí más y subí para recoger las pocas posesiones que tenía, metí todo en la maleta menos el colchón y salí por la puerta sin que ningún compañero de piso me viera. A las ocho ya me encontraba frente a la estación de trenes, leyendo los horarios y buscando la forma más directa de ir a mi nueva casa. Dos horas más tarde, me encontraba en el primer tren. A las cinco de la tarde ya estaba dentro de mi hogar, solo.

Toqué el suelo, con manos temblorosas, para cerciorarme de si era real. Las frías baldosas me asustaron al tacto y di un respingo; no me atrevía a moverme ni un milímetro por si desaparecía todo de golpe -aunque mirándolo en retrospectiva hubiera sido lo mejor- y no quería ni respirar el mismo aire que esa casa maldita. Al ver que todo seguía inmóvil, tal y como me lo encontré hacía unos minutos, me sentí un idiota y me permití relajarme. Aquella mujer me lo había prometido, era cierto todo lo que dijo. Tendría otro destino, otro futuro, una esperanza. Solo tenía que... Bueno, era mejor no pensar en eso nunca más, o al menos eso me dije.

Pasé algunos meses en esa casa, acostumbrándome a mi nuevo medio de vida. Cambié los cerrojos varias veces porque nunca me sentía seguro y siempre que salía del trabajo volvía corriendo a la casa por si se había esfumado. Al principio, hasta la ropa me incomodaba. Habiéndome acostumbrado a un estilo de vida austero, llevar vestimenta tan "lujosa" me hacía sentirme mal conmigo mismo. Por eso, muchas veces me sorprendía utilizando el mínimo número de prendas posibles, reutilizando los restos de pasta del cepillo o comprando sobras en restaurantes. La necesidad que en su momento me exigió un modo de vida ahorrativo se había hundido en mi manera de ser y, mezclada con la ansiedad de cargar con un crimen tan violento, se acentuaba y exageraba. Estaba obsesionado con ciertos rituales: nunca podía dormir sin revisar el cerrojo tres veces seguidas y había tapado todos los espejos con mantas para no tener que verme a mí mismo por las mañanas.

En este estado fue cuando me encontré a la mujer por segunda vez, por la calle. Iba paseando por mi barrio tranquilamente, sonriendo tal y como me sonrió cuando me cambió la vida. Al verme, acentuó esa risa para volverla una mueca exagerada y se acercó a paso vivaz a conversar. No sé si era mi mente la que estaba volviéndose loca o tal vez realmente fui un necio la primera vez que nos vimos, pero me parecía completamente anormal. Su cráneo, alargado por la nuca, le proporcionaba un aspecto peligroso a la vez que llamativo. Sus dientes eran demasiado perfectos, pulidos con lija, moldeados uno a uno, incrustados sobre una encía plasticosa y rosada. Los ojos eran horribles, como falsos, con brillo antinatural y humedecidos con gelatina. Y su pelo... su pelo era una peluca. Nada en esa mujer era real y, por unos momentos, deseé que ella y el cadáver fueran parte de una pesadilla muy larga de la que despertaría pronto.

Quise correr, pero me alcanzó antes de superar mi pánico y no pude escapar.

-¿Todo bien? -soltó un ruidito sibilante similar a cuando el viento se cuela por las ventanas.

-Yo... yo no... -no podía articular palabra, el miedo me había consumido y estaba derritiéndome sobre el sitio.

-Asumo que sí, me parece que llevas tres meses en la casa que te proporcionamos -continuó la mujer-. No se preocupe del joven, está en buenas manos. En unos días sabrá lo que fue de él y se sentirá más tranquilo consigo mismo, ¿sí?

Al escuchar esto un escalofrío me recorrió de la punta de los pies hasta el cerebro, donde empezó a temblar violentamente. Palidecí y no podía responder nada más. No podía creer que yo, el que había matado a ese joven, estuviera temblando por una mujercita con aspecto débil y enfermizo. Hice acopio de todo el valor que me quedaba y solté, rápidamente:

-No me vuelva a hablar, por favor.

Y salí corriendo, muy rápido. No miré atrás hasta que llevaba treinta minutos así, sin parar, como un desquiciado. Pasé tres días encerrado en un motel, sin valor para volver a casa ni trabajar -me había pedido una baja por enfermedad que, sorprendentemente, habían aceptado sin rechistar- y comiendo fideos instantáneos que había comprado de camino. No salí para ver a nadie, no quería ni podía hacerlo de todos modos. En mi estancia sentía como mi cara se deformaba y mi mente se degeneraba. Dejé de ducharme y comer y para cuando salí estaba hecho un asco. Mi ropa estaba llena de sudor y olía a muerto. Mi pelo estaba revuelto y sudoroso, parecía que llevaba varios días sin comer del estrés.

Empecé a vagar las calles y miraba los escaparates, perdido. No sabía qué buscaba, tal vez a aquella mujer con sus ojos distorsionados. Puede que creyese que a su muerte encontraría paz finalmente. Fue entonces cuando lo vi, la imagen que me hizo perder el juicio del todo. En la televisión, en una cafetería cualquiera del pueblo, estaba el muchacho que maté. Mucho más sano de lo que lo vi cuando estaba en el callejón, se reía y comentaba tranquilamente en un programa de entretenimiento cualquiera. Parecía feliz, al menos de lejos. Pero sobretodo parecía vivo, más vivo que nadie en esa sala. Sano, sangre fluyendo por sus venas, ni rastro de cortes en su cuello. Su piel estaba más tersa, sus ojos más brillantes y su pelo...

"Su pelo es como el de una muñeca de porcelana", susurré. Ahí fue cuando no podía soportarlo más. De nuevo fui a la estación de trenes, miré el horario y, aunque me costó conseguir comprar el billete por mi aparente exaltación y locura, logré llegar a Sevilla a media noche. Usé el transporte público, hiperventilando en el trayecto, y corrí hacia el callejón. El contenedor seguía ahí, igual que lo dejé hacía unos meses. Casi podría distinguir dónde estaba el charco de sangre, la silueta del cuerpo y el cuchillo. Empecé a rebuscar desesperado entre las bolsas, tratando de encontrar alguna pista que me indicara que no estaba loco. Cuanto más sacaba, más me ensuciaba y el hedor se volvió insuperable. Revolvía mi cabello con impaciencia, la ansiedad me estaba consumiendo.

Pero en un segundo, por obra del destino, escuché pasos detrás mía y supe exactamente qué estaba ocurriendo. Yo era el joven ahora, era mi turno de ser sustituido. Me giré de golpe, los ojos inyectados en sangre y la locura plasmada en mi rostro. Rabioso, salían hilos de saliva por la comisura de mis labios. Me abalancé sobre la persona que estaba detrás mía, le arranqué el arma (un soplete) y empecé a quemarle la cara. Gritaba y gritaba, se escuchaban chillidos por todas partes y trataba de escaparse mientras el hedor a carne quemada inundaba mis pulmones y me hacía toser. Su piel se estaba derritiendo como si fuera cera y, debajo, solo quedaba plástico azul con forma de cráneo. Aún así no le dejaba ir hasta cerciorarme de que estaba muerto, inmóvil, para siempre. Cuando el cuerpo era irreconocible, tiré el soplete al suelo y corrí en busca de ayuda.

Lo probé todo. Hablé con policías, médicos, conocidos y completos extraños. Ni siquiera los canales de sucesos paranormales me prestaban unos minutos de su tiempo. Era invisible, me evitaban. Cuando quise volver a la casa que me ofrecieron para demostrar mi historia ya no estaba ahí. Otra casa, completamente distinta, donde vivía una familia de cinco quedaba en su lugar. Ni rastro de mis cosas, solo la ropa que llevaba puesta era prueba de mi pesadilla. El cadáver desapareció y, como el anterior, nadie lo mencionó jamás. Seguramente estuviera por ahí andando, tranquilamente, con ese rostro deforme e inquietante, ofreciendo soluciones a personas desesperadas como yo. Ya no me queda nadie, todo con el que hablo se vuelve una muñeca, un vago recuerdo de lo que alguna vez fue su identidad original. Estoy maldito, y cuando acabe esta carta probablemente me encontrarán. Estoy cansado, no puedo soportarlo más.

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