trenker

Sueño [1]

No sé si es el mundo que me corrompe o si es la luz que me quema. No sé si es el viento que me erosiona o la gente que me amarga. No sé la razón, pero pierdo la consciencia cuando estoy despierta y mis ojos no ven más que otro mundo, lejano, inexistente, en el que decido, me equivoco y aprendo.

Delante mía solo había un cristal, sujeto por una base lisa y negra, sobre un pilar blanco. Cabía en la palma de una mano y era ligero, como si estuviera hueco. Reflejaba diminutas sombras naranjas sobre las paredes cuando lo giraba, pero no tenía nada de particular por ninguna de sus caras. Estaba formado por dos conos facetados, como un brillante precioso.

Era intrigante, como poco. Tenía un no sé qué que me turbaba el alma. Cuando lo tocaba se me ponía toda la piel de gallina y se me cerraba la garganta y, cuando lo soltaba, espantada, se iban todos mis síntomas y volvía la curiosidad. No sé qué me dio en ese momento o cómo se me ocurrió la tontería que pasó por mi cabeza, pero quise comérmelo. Quería tragármelo y asimilarlo, como si pudiera volverlo parte de mí. El cristal me llamaba y yo lo miraba con deseo. Juraría que me susurraba, que tenía vida y autonomía, que deseaba tanto como yo que lo consumiera. «Cómeme, cómeme», eso me estaba suplicando con los brillos naranjas sobre mis mejillas. Sobre mis exhaltadas y sonrrojadas mejillas. Y sobre mis dilatadas pupilas también, que ya no podían apartar la mirada del cristal, obsesionados con sus muescas.

Bueno, pues me lo comí. Y como cabe esperar, fue muy doloroso. Las puntas se atascaron con la piel de mi garganta y la desgarraron, taponaron mi esófago y no podía respirar. Encrespé las manos y me las llevé al cuello desesperada, solté gemidos y sofocos agonizantes mientras me retorcía en el suelo. Empecé a notar como la sangre se agalopaba en mi cabeza, como mi corazón daba golpes de alarma por todo mi cuerpo. Me arrimé al pilar y traté de golpear mi diafragma contra la esquina, intentando escupir el cristal aunque me rompiera alguna costilla. No había manera, el condenado se negaba a salir. Quería quedarse, morir conmigo, arrastrarme a la desesperación.

Perdí las fuerzas y me derrumbé. Mi pecho hacía convulsiones violentas que me levantaban hacia el techo, como poseída por un espíritu demoniaco o qué sé yo. No me controlaba y no podía pensar, soltaba los mismos ruidos que los cerdos en el matadero cuando se dan cuenta de que ha llegado su momento. Hilos de saliva espumosa se escapaban por la comisura de mis labios mientras giraba, de un lado al otro, rodando por el suelo.

Y entonces paró. Había perdido toda esperanza y paró. Todo, de golpe. El sufrimiento, la agonía, la asfixia. Estaba bien. Tirada en el suelo, tomando bocanadas de aire desesperada, llorando, moqueando... Pero bien, a fin de cuentas. Me quedé ahí tirada un buen rato, mirando al techo de la habitación, procesando lo que acababa de pasar. Al principio pensé que había conseguido escupir el cristal, pero no había notado nada parecido. Luego concluí que había muerto y que por eso había dejado de sufrir, pero el dolor de mi garganta era demasiado real para que eso fuera verdad. Entonces, la única razón restante, era que me había tragado el cristal. Estaba en mi estómago, tenía que estarlo. Me toqué la barriga y dirigí mi mirada hacia mi ombligo con mucho asombro. No cabía en mi gozo, ¡lo había conseguido! Éramos uno al fin, el cristal y yo, fusionados para siempre. Si tan solo hubiera sabido las implicaciones de aquella felicidad, la oscuridad que se ocultaba tras los suaves brillos que había reflejado el brillante cuando lo tuve entre mis dedos.

No me di cuenta en ese momento que había crecido una protuberancia sobre mi frente. Una pequeña deformidad, como el inicio de un cáncer: sólida, inflamada y dolorosa.

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