Cuando recuerdas el pasado, se refleja en tus ojos la culpa. ¿Qué esconde tu mente para que se nuble constantemente con la duda? Arrástrate al lago, lima tus asperezas. Apenas queda tiempo para recuperarse.
En la sala entraba una luz blanquecina por una rendija del techo. Iluminaba el suelo y, a su paso, dejaba un rastro de motas de polvo brillantes flotando. Frente a mí, había un objeto abandonado tirado sin mucho cuidado. Era un peluche pequeño, suave, parecido a los que les regalan a los bebés cuando nacen. Al recogerlo, levanté una nube de pelusas que aparté con una muesca de asco y consternación.
Al fijarme de cerca vi que no tenía nada de especial. Mis manos lo recorrían de arriba a abajo, de izquierda a derecha. Rozaba con mis uñas el collarín azul, lo agarraba entre dos dedos, lo giraba. Sentía la suave tela deslizarse entre mis yemas. Las costuras de algodón estaban tan lisas como el primer día. Paré mi exploración para fijarme en los ojos, muertos como los de cualquier peluche, un recipiente vacío en el que volcar fantasías infantiles y profesiones temerarias como pirata o astronauta. Miraba a través de ese rostro insensible, de esa idea de algún adulto en busca de su salario mensual. Y a pesar de la frialdad con la que había sido construido, la crueldad con la que se habían logrado los materiales que lo formaban y la codicia con la que se había vendido, era mío. Era mi peluche. El que me acompañó desde que tenía consciencia, que me abrazaba por la noche cuando me abandonaban en la cuna, al que confié mis más íntimos y tiernos secretos de la infancia.
Seguía igual que cuando me lo regalaron, porque siempre fui muy cuidadosa y cariñosa con mis pertenencias. El suave pelaje que me secó las lágrimas más de una vez brillaba como el de un cachorro bien cuidado. Esos muñones que tenía por patas me recordaban a todas las noches en las que pensé que era demasiado mayor para seguir durmiendo con él. Pero siempre lo lamentaba y lo traía de vuelta. Me abrazaba a su menudo y blando cuerpo y rezaba por nunca crecer y volverme un adulto que odiara a su peluche. Al único que tenía.
Con el paso del tiempo llegó el momento de decirle adiós. Fue olvidado en un resquicio de mi estantería. Un día, en mi adolescencia, pensé en recobrar ese sentimiento de calidez infantil que siempre me traía el peluche. Lo recogí, lo besé y me lo traje a la cama. Pero cuando ya me había tapado con la sábana y apagado las luces, me di cuenta de que ya no sentía nada: era frío y vacío como una caja de mudanza que ha perdido su propósito. Las lágrimas que había derramado en su pecho se habían secado y el brillo que yo le había dado se había esfumado de sus ojos. Era un peluche muerto, abandonado por su ama, por la niña que debió darle la esperanza que su vacío cuerpo fabricado no podía producir. Sobra decir que lo devolví a su lugar, al que no tenía más remedio que ir y al que yo no tenía más remedio que llevarlo. Esa era nuestra relación ahora.
Y ese es el polvo que fue acumulándose sobre mi peluche, el polvo del tiempo y la madurez. El que me hizo abandonarlo en la estantería y que acabara en esta sala tan lúgubre. La falta de esperanza que yo nunca podré arreglar.
Pero, tal vez, la luz de algún niño, en un futuro, lo hará.